domingo, 3 de junio de 2012

Mini entrevista a Osvaldo Bayer. 8 preguntas acerca de la dictadura y el exilio



El eterno libertario.

En esta nueva edición corregida y aumentada, Julio Ferrer dialoga con Osvaldo Bayer y traza un pequeño recorrido por la apasionante vida y obra de un testigo y protagonista de momentos históricos del siglo XX. Un hombre que siempre acompañó las luchas populares y el grito de los humillados. Un intelectual riguroso e independiente, alejado de aquellos que adhieren acríticamente al “modelo” que baja hoy desde el poder.


El 24 de marzo de 1976 se instaura la dictadura cívica-militar más asesina y perversa de toda la historia argentina. ¿Dónde estaba y que sintió en ese momento?
—Estando en el exilio forzado en Alemania, impuesto por la asesina Triple A, vuelvo a la Argentina en febrero del ‘76, porque Isabel había convocado a elecciones para noviembre de ese año. Me pareció que podría haber un “poco” de democracia. Me equivoqué. A las cuatro semanas irrumpe la dictadura militar del 24 de marzo. En esos momentos se hizo mucho más difícil irse. Realmente, uno era un perseguido. No se podía caminar por ningún lado, la policía pedía documentos a toda persona. No se podía ir al banco a retirar dinero, nada de nada. No se podía salir del país. Con las Tres A –a veces– podías salir, con la dictadura no. Veía por todos lados a los grupos de tareas sacando las pistolas por las ventanillas de sus autos. Los soldados gritando, cantando. Terror y miedo por todos lados. Siempre tuve una curiosidad periodística. Y el día que escuché que las tropas iban marchando, esa noche que sacaron a Isabel, me empujó a ir al día siguiente a Plaza de Mayo. Realmente, uno era un poco suicida, porque a uno lo podrían reconocer. Pero bueno, la curiosidad histórica. Me quedé en la Plaza, viendo la gente que había, era toda bien vestida, tipo Barrio Norte. Estaban muy satisfechos y gritaban: “¡Se fue la puta! ¡Se fue la puta!”, por Isabelita Perón. Las mujeres se reían, pegaban alaridos de euforia. Un espectáculo realmente muy triste. En ese momento llegó un auto, bajó Jorge Rafael Videla, subió la escalinata, y se movía como un muñeco, hacía gestos con sus manos, como si no fuera humano –no lo era–. Más bien parecía una mascarita, una pieza de teatro de marioneta. Estaba todo el gorilismo. Estaba el poder económico que lo saludaba. Los diarios, nada. Silencio absoluto. El día del golpe, había desaparecido un compañero de mis hijos, Claudio Zieschank. Me fui muy triste de la Plaza, porque me pregunté: “¿Y ahora esto cuándo va a acabar?”. Esos meses que me quedé fueron muy difíciles. Cuando me sacó del país la embajada alemana, el brigadier Santuccione me dijo que no pisaría más suelo argentino, en el fondo le creí. Había terror, lo conocí y puedo decirlo. Se instauró ferozmente la represión y las violaciones a todos los derechos humanos.

Cómo es la historia en donde estuvo en la casa del anarquista Domingo Martínez antes de volver a exiliarse.
—Yo no tenía lugar adonde ir. No pertenecía a ninguna organización. Fui a ver a unos viejos anarquistas. Hablaron con Domingo Martínez, que tenía una quinta de verduras en Quilmes. Vivía solo, tenía 80 años por lo menos. Enseguida me ofreció su casa. Y fue hermoso. Pasar de los peligros de la calle a una quinta de verduras. Estaba bien guardado. Era muy lindo en verano escuchar el canto de los pájaros, ver el amanecer, ese frescor que viene a las cinco de la mañana. Pero tenía un inconveniente, don Domingo no compraba diarios, no tenía televisión ni radio. De manera que yo estaba completamente incomunicado. Entonces una vez le dije: “Don Domingo, ¿usted no compra diarios?”. Y él me contestó: “Acá no entra nada, ningún producto de la burguesía. Ni radio, televisión ni diarios. Si quieres entretenerte, ahí tienes música de zarzuela en unos discos”. Pero yo tenía que estar enterado de las cosas que pasaban en esos momentos terribles, morían amigos, desaparecían, de todo. Entonces, me hacía el que salía a caminar y me iba a la estación que quedaba bastante lejos. Compraba el diario, lo leía y luego lo tiraba en el tacho de basura de la estación. Creo que don Domingo se dio cuenta, porque un día que volví me paró y me dijo: “Mira, no tienes que tener ningún temor acá”. Se abrió el saco y me mostró un pistolón tremendo: “Aquí no entra nadie. ¿Me entiendes? Así que quédate tranquilo”. Estaba bien, pero yo pensé: “Viene un grupo armado de veinte tipos, te arrasan con todo”. Lo que pasa es que Domingo tenía la experiencia de la Guerra Civil Española y la hacía valer.

¿Cómo es su salida del país?
—Junio del ’76. Cuando mataron al jefe de policía Cardozo, con una bomba, se enloqueció toda la ciudad. La policía golpeaba casa por casa, pedía documentos y enseguida chequeaban antecedentes. Ese día fui a la casa de Arens, agregado cultural de la embajada alemana; nos habíamos hecho amigos cuando eligió La Patagonia rebelde para el Festival de Berlín, donde obtuvo el Oso de Plata. Yo tenía otros amigos, pero la gente estaba aterrorizada. Fui entonces a la casa de Arens; él me dijo que su mujer llegaba a Buenos Aires y después tomaríamos junto a ella el avión para Alemania. Cuando su mujer llegó, salimos para Ezeiza. Estaba todo cortado y en la General Paz nos paró la Policía Federal. Ibamos en un Mercedes blanco que, en esa época, sólo tenía la embajada alemana. En la Riccheri nos paró el Ejército, estacionamos en la banquina, pidieron documentos y Arens y su esposa entregaron sus pasaportes, ambos diplomáticos. Entonces el militar me mira fijamente y pregunta: “¿Y el señor?”. Y el agregado le dice: “El señor es alemán, es un invitado de la embajada y vamos a despedirlo”. El tipo se queda mirando. Yo siempre quise ser argentino; no había sacado ciudadanía alemana, nunca la saqué, tengo solamente la argentina. Esto se debe a una discusión que tuve con Cortázar cuando él se hizo francés. El oficial se queda mirando y le ordena al alemán que siga. Entonces yo pienso: “Cuando lleguemos al aeropuerto hay que decir la verdad”. Arens me agarró del brazo, dejó a la mujer afuera y caminamos hacia donde dice Pasaportes; le dijo a un suboficial: “El señor es protegido por la embajada alemana, voy a llevarlo al avión de Lufthansa”. Al tipo le agarró un jabón impresionante: “Un momentito”, dijo; cerró todo y ahí quedó la cola. Después vino un oficial con ojos grandes y nos encerraron en un cuarto con llave por dos horas, se ve que preguntaban a Dios y María santísima. De pronto llegó otro oficial a interrogar a Arens, lo sacaron a la puerta; él insistía en que no me iba a dejar en ningún momento hasta que despegara el avión, argumentaba que tenía órdenes del embajador. Al final, se presentó el brigadier Santuccione, me miró a los ojos, traía mi pasaporte, se lo quedó mirando y me dijo: “Usted va a salir ahora, pero nunca más va a volver a pisar el territorio de la patria, ¿entendió?”. Le sostuve la mirada y no respondí, porque era una provocación. Cuando el avión remontó vuelo creí que nunca más iba a regresar, sentí un poco de nostalgia y mucha bronca por la humillación con esos tipos.

¿Cómo vivió la etapa de exilio forzado?
—Yo tomé el exilio como una gran injusticia. A los 50 años de edad tener que abandonar el país y comenzar de nuevo, con una familia numerosa, cuando ya uno como yo tenía todo un plan de investigaciones históricas a realizar, de temas argentinos silenciados. Más todavía, con Héctor Olivera, después de La Patagonia rebelde, pensábamos llevar todos esos temas al cine, para que se difundiera lo tan escondido por la historia oficial. En Alemania tuve que dedicarme a traducciones y al periodismo televisivo, luego de un período de búsquedas. Es que Alemania había permitido entrar a cientos de exiliados chilenos, después del triunfo de ese dictador infame llamado Pinochet. Es decir que quedaban pocas fuentes de trabajo para ofrecerse la labor para los que llegamos posteriormente. Pero el sufrimiento más grande era ir enterándose de lo que pasaba en la Argentina con los queridos amigos que habían quedado en Buenos Aires, como el Paco Urondo, como Rodolfo Walsh, como Haroldo Conti... y todos los demás, menos conocidos de nombre, pero con los que había tenido una profunda amistad. Por eso, la mitad de mi tiempo de exiliado la pasé luchando y denunciando los crímenes políticos de la dictadura. Y logramos muchas cosas. Las Madres de Plaza de Mayo vinieron dos veces por año a Alemania y aquí hicieron giras de información que fueron muy positivas. La que más ayudó a los exiliados en propagar lo que ocurría en la Argentina fue la Iglesia Evangélica alemana, los luteranos, que solventaron la impresión de volantes, de cuadernillos y hasta de libros sobre nuestros derechos humanos y dieron el primer premio internacional que recibieron las Madres de Plaza de Mayo. En cambio, la Iglesia Católica alemana no nos apoyó en nada. Pero debo decir que la mayor solidaridad humana fue la de los estudiantes universitarios alemanes. Un gesto inolvidable, en la programación de actos, principalmente. Todo esto, mientras el gobierno alemán le vendía armas a la dictadura. En una declaración, señalaba que se vendían submarinos y buques de guerra a la Argentina “para dar trabajo a los obreros de Emden y solucionar así el problema de la desocupación”. Una falta a la ética profunda que no puedo perdonar. Cuando hicimos actos frente a la embajada argentina de la dictadura, en Bonn, el pueblo nos aplaudió, pero en general los diarios informaban muy poco acerca de Latinoamérica.

¿Cuál fue el comportamiento de los partidos políticos ante la dictadura militar?
—Bueno, hubo colaboracionistas y hubo gente, por ejemplo, que luchó contra la dictadura y otros que tuvieron que irse al exilio. Como el caso del senador Hipólito Solari Yrigoyen…

El mismo que salió herido del atentado de las Tres A, en 1974, cuando su coche voló al ponerlo en marcha.
—Exacto, un hombre que se portó realmente muy bien. El otro es el diputado Mario Amaya, que desapareció y fue muerto en las torturas. Tanto Yrigoyen como Amaya habían sido abogados de presos políticos durante la dictadura militar, del período 1966-1973. Y lo mismo con el peronismo de izquierda. Fueron muy perseguidos. Mientras que al peronismo de derecha no le pasó absolutamente nada. Es más, se reubicaron. Ocuparon cargos en intendencias, en la Justicia, en muchos lados. Eran años muy tristes porque uno se iba enterando de la desaparición de los amigos: Haroldo Conti, Francisco “Paco” Urondo, Rodolfo Walsh y muchos más. En el exterior –Alemania y Europa– pasé casi los ocho años haciendo conferencias y trabajando para tratar de informar sobre el método de desaparición de personas. Debo decir que los organismos de derechos humanos y la Iglesia Evangélica alemana se portaron muy bien. No así la Católica, que no hizo absolutamente nada. No movió un solo dedo.

¿Qué podría decir de la injerencia de la dictadura en las universidades?
—Los antecedentes vienen de muy atrás. Basta mencionar La Noche de los Bastones Largos del triste general Onganía. Después de la destitución de Cámpora, se llamará Ottalagano quien transforme la universidad de un ágora de discusión y búsqueda en un cuartel de monjes y soldados obedientes al silencio y la disciplina del poder. Todo esto en el período de Isabel Perón. Basta recorrer la documentación oficial de esa época. Asesinos a sueldo pasaron a ser los dueños y señores de la vida y la muerte. Comenzaron los asesinatos de intelectuales y estudiantes, asesinatos políticos, la prohibición de libros, la censura de filmes, la cesantía de docentes y de otros cargos. Basta leer lo que ocurrió en esa época en las universidades nacionales. Más todavía: existe una investigación realizada con la honestidad de la verdad histórica. Se refiere a la Universidad de Buenos Aires, en el período de Puiggrós, en el de Ottalagano y en el de la dictadura de Videla. En esos tres períodos están al desnudo las dos Argentinas. El libro donde se retrata eso se llama Universidad y dictadura y sus autores son los docentes de Derecho Pablo Perel, Eduardo Raíces y Martín Perel. (...)

¿Y los organismos de derechos humanos?
—Los organismos de derechos humanos no pudieron actuar con todas sus fuerzas. Empiezan a movilizarse a partir del ’82. Las que van a dar el gran campanazo durante la dictadura militar son las Madres de Plaza de Mayo. Son ellas, pese a todas las represiones, las que van a hacer las marchas de Plaza de Mayo. Tres de ellas van a desaparecer. Azucena Villaflor de Vincenti, Mary Ponce y Esther Balestrino de Careaga. Son secuestradas y asesinadas. En este hecho cobarde tendrá participación especial el genocida Astiz –se infiltró en las Madres, haciéndose pasar por un familiar de desaparecido–. Sin embargo, las otras Madres salieron nuevamente a la Plaza. Las Madres viajaron a Alemania en plena dictadura. Allí las conocí. Y ellas, antes de residir en un lujoso hotel, eligieron mi humilde departamento de Berlín. En esa oportunidad, a las Madres les cociné pollo al horno con papas. Me imagino que les habrá gustado porque nunca tuve ninguna queja (risas). Las Madres quedarán en la historia argentina y mundial, pese a lo que escriben algunos diarios contra ellas. No las van a poder vencer con todas esas infamias. Todo lo contrario, quedarán como las mejores heroínas. Ellas hicieron la epopeya femenina más grande de nuestra historia.

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