Corría enero de 2008 cuando el artista plástico chileno Iván Navarro  exhibió en el Espacio Matucana 100, de Santiago de Chile, su instalación  “¿Dónde están?”.
     Tratándose de Chile, cualquiera podía imaginar que se  pretendía saber dónde estaban los detenidos-desaparecidos de la  dictadura. Pues no, se trataba de lo contrario, el visitante debía  averiguar dónde estaban los responsables de la represión que habían  escapado a la Justicia o al conocimiento público. Cada visitante se  internaba en la inmensidad de una sala sumida en la oscuridad armado con  dos objetos, una linterna y un cuaderno de 30 páginas del tamaño  aproximado de un periódico. El haz luminoso de la linterna permitía ver,  desde lo alto de la galería de la sala, un repentino océano de letras  sin sentido aparente, pegadas unas a otras, pero que el visitante podía  recomponer para formar con ellas nombres y apellidos de centenares de  agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional, militares desleales o  torturadores, si dirigía la luz sobre cada letra hasta disipar la  negrura del entorno y componer un nombre perdido, olvidado, cuyo  currículo y hazañas podía consultar en el cuaderno de mano: “Caulier,  Pablo. Este oficial de Carabineros junto al coronel del Ejército Hugo  Cardemil Valenzuela, además del suboficial de Carabineros Luis Alberto  Hidalgo, son los responsables directos de la detención, tortura y  posterior desaparición de 15 detenidos en la ciudad del Parral”. Y así  hasta más de quinientos personajes, en un ejercicio que permitía  averiguar dónde están los otros “desaparecidos” y evitar que los  responsables no tengan nombre, como decía Arturo Barea en uno de sus más  emotivos comentarios radiofónicos sobre los bombardeos de Madrid.
    Y bien, ¿dónde están los nuestros, los de la dictadura? Imagino un  catálogo que describa los autores y responsables de los hechos: de  apaleamientos en las comisarías a lo largo de los años sesenta y  setenta, y que nos cuente dónde están ahora; que cuente dónde están los  de la masacre de Vitoria en 1976; los de la del número 55 de la calle  Atocha, o del asesinato efectuado en el número 60 de la calle General  Mola, de Madrid, séptima puerta C, cuando comenzaba 1969; los de los  disparos frente a la Central Térmica del Besòs, o de los responsables  del 23-F, dónde están ahora y qué piensan; dónde se halla el hombre que  disparó, en Montejurra, para matar a otro hombre. 
    Dónde viven y qué  hacen, qué sabemos de ellos. No se trata de una información para  promover juicios (por otra parte imposibles), o ajustes insensatos como  los que hicieron ellos según su rencorosa y destructiva doctrina de  sangre y fuego. Se trata de saber qué piensan de sí mismos, y por qué lo  piensan, ¿conocen el sentimiento de vergüenza?, ¿justifican su pasado?  Conocer el dolor de la víctima, sin conocer la responsabilidad y actitud  del victimario por los hechos cometidos se ha revelado, en todas  partes, no sólo inútil, sino también un foco de conflictos, de  insatisfacciones, recelos y recriminaciones.
    De Melilla ha llegado algo de información sobre todo eso. Se trata de  la evaluación que de sí mismo ha hecho ante los poderes públicos de la  ciudad un policía que actuó en la dictadura, Ramón Antón Mota. Cuarenta  años más tarde, considera un mérito su destino en Irún en 1970 “donde se  declara por primera vez el Estado de excepción”. También aduce como  mérito su presencia durante la ejecución de la última persona que murió  en España por garrote vil, Salvador Puig Antich. Méritos –“virtudes”,  dice exactamente el texto del fascículo presentado por el Consejero de  Seguridad Ciudadana de Melilla–, que han contribuido a la concesión de  la Medalla de Oro de la Ciudad a Ramón Antón Mota.
En fin, un poder público premia a un voyeur que en realidad no presenta  méritos, sino alardes que además contienen la trampa propia de un pillo,  pues el Estado de excepción de 1970 no fue el primero. Además, no fue  sólo para Guipúzcoa, sino que al cabo de pocos días el Estado de  excepción se declaró en toda España, por lo que todos vivieron ese  Estado de excepción, pero no lo vivieron igual. Unos, intentando hacer  la vida más difícil a la dictadura; otros, intentando la supervivencia  del régimen a base de prohibir, perseguir, detener, torturar… ¿Dónde  estaba Ramón Antón, y qué es lo que hacía? Porque al parecer sólo  “estaba”. Así, lo que el país vivió como un desastre, él, y los que son  como él, lo recuerdan y lo aportan como valor, aunque sin datos sobre su  actuación. Lo que decía, un voyeur en medio de un seísmo.
    Por otra parte, aportar la circunstancia de presenciar, voluntaria o  involuntariamente, la ejecución de alguien –en este caso un asesinato de  Estado a causa de la falta de garantías procesales–, lejos de ser un  mérito es una ostentación de bajura moral en la que se hallan incluidos  los que han aplaudido el guiño, porque de un guiño a los suyos se trata.  Cuando hablo de los “suyos” no me refiero necesariamente a un partido,  sino a un entorno, a una cultura política que todavía constituye el  referente de una parte de la derecha española.
    Con este galardón, los responsables del premio –el Gobierno de  Melilla– han creado un vacío ético descomunal. Comprobar que eso les  complace es triste, muy triste… Alguien debería hacer algún día un  catálogo como el de Iván Navarro, donde aparezca la voz “Antón Mota,  Ramón: perseguidor por vocación, participó como policía casual en los  desastres del tardofranquismo. En septiembre de 2011, junto con el  Gobierno de la Ciudad de Melilla, perpetró la segunda muerte de Salvador  Puig Antich siendo condecorado por ello”.
Para leer más sobre ese asunto ver nuestra entrada:
http://ateneocuatrogatos.blogspot.com/2011/08/el-pp-de-melilla-considera-un-merito.html
 

 
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